El lenguaje corriente resultó pronto escaso para designar
todas aquellas cosas que había ido acumulando como conceptos olfativos. Pronto,
no olió solamente a madera, sino a clases de madera: arce, roble, pino, olmo,
peral, a madera vieja, joven, podrida, mohosa, musgosa e incluso a troncos y
astillas individuales y a distintas clases de serrín y los distinguía entre sí
como objetos claramente diferenciados, como ninguna otra persona habría podido
distinguirlos con los ojos. Y lo mismo le ocurría con otras cosas.
Sabía que
aquella bebida blanca que madame Gaillard daba todas las mañanas a sus pupilos
se llamaba sólo leche, aunque para Grenouille cada mañana olía y sabía de
manera distinta, según lo caliente que estaba, la vaca de que procedía, el
alimento de esta vaca, la cantidad de nata que contenía, etcétera… Que el humo,
aquella mezcla de efluvios que constaba de cien aroma diferentes y cuyo tornasol
se transformaba no ya cada minuto, sino cada segundo, formando una nueva
unidad, como el humo del fuego, sólo tenía un nombre, ‘humo’… Que la tierra, el
paisaje, el aire, que a cada paso y a cada aliento eran invadidos por un olor
distinto y animados, en consecuencia, por otra identidad, sólo se designaban
con aquellas tres simples palabras… Todas estas grotescas desproporciones entre
la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían
dudas al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso
cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible.
Fragmento de El Perfume
(Patrick Süskind)